Hola: Como prometí voy a publicar el ensayo que escribió Roberto acerca de su viaje del CIDE a su casa en transporte público. ¡Espero que les guste!
Serge
Queridos lectores:
Todo lo que narro en este ensayo es real y sucedió tal y como lo describo, para todos aquellos acostumbrados a utilizar el transporte público nada de lo que incluyo aquí sonará nuevo o innovador, sin embargo mi objetivo es mostrar que un viaje por la ciudad de México es como ir al “theme park” de los estudios Universal en Los Angeles, pues con cada paso que se da, con cada camión que se aborda y con cada estación del metro que se recorre las aventuras de Indiana Jones, de James Bond o de cualquier otro héroe de acción parecen hacerse cada vez más reales.
Yo diría que comencé mi recorrido como un espectador que espera entrar al cine a ver una película de Disney en la que todo es color de rosa y que es apta para todo tipo de público, pero que en lugar de eso se topa con una película clasificación C en la que el lenguaje soez, las escenas subidas de tono, la perversión y el vicio son parte esencial de la filmación.
Esta odisea por la “Ciudad de la Esperanza” fue traumática y representó para mí la pérdida de la inocencia y de la cartera y terminó por convertirse en una película de terror en la que el protagonista es acosado por todo tipo de criaturas horrorosas y debe correr por su vida.
Un Viaje de Película
Durante varios años ignoré completamente el suplicio que significa tener que usar el trasporte público de la Ciudad de México. Gracias a mi decisión y a mi sentido de aventura, pero sobre todo a la presión de mis compañeros decidí emprender un viaje desde el CIDE hasta mi casa para demostrarles que no podía ser tan malo.
Antes de mi odisea por el Distrito Federal ya había escuchado varios rumores acerca de los olores desagradables en los camiones y en el metro; de las famosas “manos curiosas” que aprovechan el tumulto en las estaciones, los vagones del metro y los camiones para hacer los viajes largos un poco más amenos; pero nadie me preparó para todo lo que iba a experimentar ese día.
La primera parte del recorrido la hice en un camión que me llevó al metro Tacubaya. Lo difícil y complicado de este tramo no fue el hecho de subirme al camión, sino tener que adivinar a dónde se dirigían. Pasaron varios autobuses y noté que jamás iba a poder leer las letras anaranjadas que anuncian el destino de los vehículos (ni siquiera con mis lentes puestos), así que paré al siguiente camión que pasó sin tomar en cuenta el rumbo que tomaría...
Francamente el recorrido no fue tan malo, pagué veinte pesos por el viaje, pues el chofer no tenía cambio, frenaba con una suavidad y una sutilidad digna de admiración para subir al pasaje (lo cual me llevó a pensar que no soy el único que no puede leer esos letreros anaranjados), además mi vecino olvidó ponerse desodorante antes de salir de su casa y olía casi tan mal como Tarzán.
Más de una vez escuché muestras del refinadísimo lenguaje del chofer gritando frases como: “A un lado güey”, “ssssss quítate imbécil” o “Ira hijo de la chingada, el más grande tiene prioridad, carnal". También observé que los microbuseros son una de las pocas especies que aún conservan intacta una forma de comunicación ideada por el hombre de Cro- magnon, pues se basa en sonidos simples, ruidos extraños y chiflidos.
Al bajar del camión me di cuenta de que hay una pequeña diferencia entre un viaje en camión en Europa o en Estados Unidos y en México. Si omitimos el precio del servicio, la diferencia de la que hablo radica sólo en una palabra: mientras que en los países desarrollados la preocupación es simplemente que el ciudadano llegue a tiempo a su destino, en la “Ciudad de la Esperanza” la preocupación es que los ciudadanos lleguen vivos al suyo. Sí, los pasajeros en México abandonamos el camión mareados, atontados y de vez en cuando manoseados, pero si llegamos con vida no se escucha ni la menor queja con respecto al estilo de conducir del microbusero.
De hecho, Subirse a un camión en el DF es como protagonizar “Speed” la célebre película de Sandra Bullock y Keanu Reeves, pero con una pésima y repetitiva variedad musical (o sea nada de Britney Spears) y con la diferencia de que el terrorista va al volante.
Después de convertirme en todo un héroe de acción que triunfa y llega sin un solo rasguño y bien peinado al final de su película me convertí en un detective.
Una de las partes más difíciles de mi recorrido fue localizar la estación del Metro Tacubaya, pues tuve que abrirme paso entre una multitud de puestos de tacos, garnachas, “aguas frescas”, discos y gorditas de diversas circunferencias y estaturas. La única manera de encontrar la entrada a dicha estación fue utilizando la inteligencia, la intuición y las pocas pistas que se ofrecen (como los escasos, insuficientes e inexactos señalamientos). Al igual que el célebre detective Sherlock Holmes, pero sin mi ayudante y sin esa admirable capacidad de deducción y razonamiento lógico, pero con algunos atributos de James Bond tuve que encontrar el metro sin perder el estilo, el porte, la distinción y la elegancia.
Una vez que localicé la estación cometí el error de creer que todo iba a ser más sencillo, pero no fue así, pues tuve que entrar a un agujero que asemeja un hormiguero gigante. Para poder llegar al tren deseado utilicé algunos empujones, miradas hostiles y me valí de algunos mapas indescifrables para encontrar el camino a la plataforma correcta.
Si tuviera que escoger alguna película para describir esta parte de mi odisea, definitivamente sería Indiana Jones y el templo maldito, pues la entrada es sencilla, pero a la salida es cuando empieza la verdadera aventura.
El error más grave que cometí este día fue haber ido al Museo Franz Mayer y no directo a mi casita. Así es, estimado lector, llegué a la estación más temida de todo usuario del transporte público: PINO SUÁREZ y no sólo eso, eran exactamente las dos de las tarde.
Francamente esta es la etapa del viaje que no volvería a repetir, pues conforme uno se va acercando a la estación ya mencionada el espacio dentro de los vagones comienza a reducirse cada vez más y el clima cambia, el oxígeno es cada vez más escaso, el calor aumenta en forma proporcional con respecto a la humedad, la concentración de diversos gases se incrementa y de la presión que la atmósfera ejerce sobre nosotros mejor ni hablamos; además los desafortunados pasajeros que deben dejar el tren antes del destino final tienen que abrirse paso entre una multitud de gente que lucha por no ser arrastrada hacia afuera del vagón. Lo más sorprendente de todo es que siempre habrá espacio suficiente para que suba un limosnero supuestamente ciego con una destreza y una habilidad impresionante para caminar entre toda esa gente.
Otro de los acontecimientos fascinantes que pude experimentar en carne propia fue el “performance” de un artista alternativo que soplándole a una hoja de papel y a un peine creaba una melodía que tranquilizaba al pasaje.
Hay una ley de la biología que me vino a la mente en ese momento: la de la supervivencia de las especies de Darwin que dice que sólo los más fuertes, hábiles y mejor adaptados a su entorno pueden sobrevivir. En este caso podríamos elaborar la ley de la comodidad de las especies, pues sólo los individuos más fuertes, feos, gordos y mal vestidos pueden conseguir un asiento en medio de las condiciones descritas, mientras que las mujeres embarazadas, los ancianos y la gente “bien” como yo tienen que soportar todo el trayecto de pie.
La verdad es que no me molestó tener que ir parado en el metro, pues estaba más ocupado tratando de resolver la pregunta que en ese momento me atormentaba: ¿esa mano que pasea felizmente por mi trasero será la mía?
Después de una lucha heroica y más manoseado que nunca, pues cabe mencionar que en el metro mi cuerpo se convirtió en una especie de bien escaso del cual todos querían obtener una parte, logré salir victorioso de ese agujero sobrepoblado, pude llegar al museo y descansar un rato antes de emprender mi regreso a casa.
Decidí aprovechar mi intermedio para tomar un poco de aire fresco (si es que el aire de la ciudad se califica como tal) y caminar un rato entre danzantes aztecas, chamanes, hombres que maúllan y distribuidores autorizados de ropa de marcas mundialmente conocidas como Eskala Espor, Tonny Bigfinger y Melvin Clain, discos, DVD’s, juguetes y relojes. Pero lo más impresionante es que ninguno de estos artículos sobrepasa los veinte pesos y si uno regatea puede conseguir una rebaja de hasta 4 pesos a cambio de un besito para la vendedora; no me gusta señalar lo obvio, pero por lo general la “marchanta” se parece más a la Chimoltrufia que a Cameron Diaz.
No es extraño ir caminando por las calles céntricas de nuestra ciudad y escuchar frases como: “¡Corazón! aquí está mami”, “sabroooooosooo”, etc., pero lo que más me atemorizó fue el hombre que se me acercó a proponerme un negocio: —Mire joven— me dijo —no vengo a venderle nada, usted no me va a dar dinero, me va a dar una ayuda voluntaria y yo le voy a dar a cambio esta oración para San Judas Tadeo por sólo 1 varito. Recuerde que es mejor pedir que robar.”
Ya cansado, agobiado, asustado, aturdido, manoseado y con ganas de llegar a mi casa, pero indispuesto a tomar nuevamente el metro cerré los ojos, me concentré en la imagen de mi casa, pensé en ella con mucha fuerza y ya que la tenía en mente golpee mis zapatos tres veces y dije: “No hay lugar como el hogar”, sin embargo al abrir nuevamente los ojos seguía parado en el mismo sitio, pero había perdido la cartera, así que decidí abordar un Taxi y pagarlo sí y sólo si llegaba a mi destino.
Después de soportar 40 minutos de un monólogo sobre el tránsito en la Ciudad de México, la estupidez de la mayoría de los conductores, el clima y el divorcio del taxista lo logré: regresé a San Ángel sano y salvo, pero sin ganas de volver a utilizar el transporte público en mi vida y con severos estragos psicológicos.
El objetivo de mi travesía era demostrar que el sistema de transporte colectivo no es tan malo como dicen y creo que cumplí con esta meta, pues en el metro por sólo dos pesos tenemos servicios de sauna, masaje y trasporte, además adquirimos el derecho a entrar a uno de los eventos culturales más famosos de la ciudad y en el “pesero” por la fabulosa cantidad de tres pesos logramos liberar una gran cantidad de adrenalina.
Cada mexicano, pero sobre todo cada mexicana que se sube a un camión o al metro debe tener algo de aventurero, intrépido, pervertido y debe contar con las cualidades de un Schwarzenegger, un Stallone o del héroe de acción hollywoodense que prefiera para poder llegar a su destino, pues si sus bíceps no están lo suficientemente desarrollados lo más seguro es que caiga al suelo en uno de los maravillosos frenados del camionero o del conductor del metro (a menos, claro, que la presión que la atmósfera ejerce sobre usted sea tan grande que no le permita ni moverse).
Lo único que aprendí de este trágico día es que el transporte público es como una película de terror en la que el protagonista siempre sufre y a veces logra salir vivo, pero como yo prefiero tener un final horrible que horrores sin final seguiré manejando, pues no importa que los postes, las banquetas, los peatones, los perros y las casas tiendan a estrellarse con mi coche, aun así tengo más probabilidades de llegar vivo a mi destino que al subirme a un camión.
Serge
2 comentarios:
vivi en la ciudad de mexico 27 años, ahora vivo en alguna parte de los estados unidos y en mi estancia en mexico era una persona de la clase media jodida y por ende tenia que hacer mis recorridos diarios en el metro y lo que comentas de tu experiencia dejame decirte una cosa NO TE PASO NADA... gracias
Hola Anónimo, creo que no entendiste el punto del relato.... Es simplemente un texto muy bien escrito de un día en el transporte público de alguien que casi nunca lo había usado. Retrata de una forma muy peculiar e hiperbolizada lo que vivimos diariamente las personas que utilizamos el transporte público a diario.
Pero en fin, yo uso el metro a diario para ir al trabajo y jamás me ha pasado nada.
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